Se está convirtiendo en algo recurrente el apelativo de «decisivas» para caracterizar a todas y a cada una de las últimas citas electorales que se han desarrollado en Venezuela a lo largo del último lustro. Esta generalización quizás no sea muy rigurosa en términos de sociología electoral, pero indudablemente puede ser un artilugio propagandístico relativamente efectivo en un contexto de apatía y descontento popular, principalmente en las filas del chavismo, con un objetivo claramente movilizador.
De cualquier manera, es innegable que no sólo éstos, sino cualquier proceso electoral que se ha celebrado en Venezuela desde 1998, termina siendo ciertamente «decisivo» para la marcha de un proceso de cambio que desde un principio ha aceptado el sistema electoral convencional de las democracias liberales, y donde la polarización política siempre ha sido notablemente alta.
Por otro lado, estas elecciones «decisivas» se van a llevar a cabo en un contexto «crítico», sustancialmente diferente a la etapa de «luna de miel» que se disfrutaba en 2005, cuando se eligió a la última Asamblea Nacional. En aquel momento, tras la derrota contundente que sufrió la oposición tras el referéndum revocatorio de agosto de 2004, la Revolución Bolivariana estaba en su fase ascendente y de ampliación de su hegemonía, con la expansión de las misiones sociales y el salto cualitativo en el plano ideológico, con el rescate teórico del socialismo por parte del presidente Chávez.
Cinco años después, la coyuntura es sumamente más compleja, con un chavismo que ha perdido grados de hegemonía y que acoge en su seno proyectos ideológicos en guerra abierta por el control del aparato político y, una oposición que no ha crecido más, por su sempiterna mediocridad y su incapacidad estructural de acumulación de fuerzas.
La eficacia y eficiencia de la gestión gubernamental es una variable decisiva en materia electoral, y mucho más para ejecutivos que llevan un largo tiempo dirigiendo la Administración Pública, como ocurre en el caso venezolano. Por eso, resulta trascendental realizar un balance de los puntos críticos de los últimos meses, que serían el servicio eléctrico y de aguas, la inflación y la inseguridad.
Tras 12 años de «revolución», voces críticas con el proceso han calificado como «inaceptables» los graves problemas de suministro de agua y electricidad que se han padecido en todo el territorio nacional, incluidas las grandes urbes del país.
Sin duda, la intermitencia en la provisión de servicios básicos tan importantes como el agua y la electricidad se ha debido a la combinación de una serie de factores que trascienden la mera responsabilidad gubernamental: deterioro, abandono y desinversión durante los años ochenta y noventa, por parte de las administraciones neoliberales; «responsabilidad medioambiental» por las consecuencias de la fuerte sequía; ineficiencia y falta de previsión del actual Ejecutivo; estructura centralizada del sistema hidroeléctrico (un solo embalse, el del Guri, suministraba el 70% del consumo eléctrico de todo el país); y denuncias de sabotajes.
Días sin agua corriente y apagones de largas horas en las ciudades más pobladas han servido de caldo de cultivo para el uso, por parte de la derecha, de lemas del tipo: «estamos como en Cuba». Más allá de la demagogia de los sectores conservadores, la situación llegó a niveles inadmisibles, en un país con el perfil petrolero y el potencial económico de Venezuela. Sin embargo, en la segunda mitad de este año se ha producido una mejora en el suministro, gracias a la fuerte inversión -más de dos mil millones de dólares sólo en Caracas- y a la diversificación de embalses y centrales hidroeléctricas.
Paralelamente, la inseguridad y la inflación continúan siendo un quebradero de cabeza para el ejecutivo de Chávez. El primero, sigue ocupando el primer puesto, con muchísima diferencia respecto al resto de problemas, en el ranking de preocupaciones de la ciudadanía. La inflación, por su parte, persiste cabalgando a un ritmo interanual del 30%, con un fuerte impacto en la capacidad de consumo de alimentos, a pesar del efecto de contención que sigue teniendo la Misión Mercal y sucedáneos.
Uno de los factores que mayor incertidumbre genera en el sistema electoral venezolano es la pérdida progresiva de credibilidad de prácticamente todas las empresas encuestadoras. Incluso las más respetables se equivocaron en los dos últimos procesos electorales, por lo que la fiabilidad de los datos de cara a estos comicios es muy relativa.
Según datos de la consultora «GIS-XXI» -actualmente una de las más rigurosas-, la alianza entre el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y el Partido Comunista de Venezuela (PCV), obtendría la victoria con un 53% de los sufragios, una diferencia no muy amplia respecto al conjunto de la oposición articulada en torno a la «Mesa Unitaria Democrática» (MUD).
Sin embargo, el actual sistema de distribución de escaños posibilitaría que el bloque chavista se acercara a los dos tercios de los curules, si logra triunfar en más de una decena de circuitos clave muy disputados y arrasa en sus feudos tradicionales (Amazonas, Cojedes, Delta Amacuro, Trujillo y Portuguesa).
Paradójicamente, la victoria de la alianza PSUV-PCV es bastante probable, no precisamente por los aciertos y virtudes de este bloque, sino fundamentalmente por los desaciertos y las disputas enconadas de una oposición que no ha logrado todavía articular un proyecto de país alternativo y sólido.
En estas elecciones «decisivas», lo que está en juego no es asunto de segundo orden, ya que está en disputa el control del aparato legislativo y la importancia de éste como institución clave para neutralizar o acompañar al Ejecutivo, en la materialización del Plan de Desarrollo Nacional Simón Bolívar. El Parlamento será un actor fundamental para el avance en ejes estratégicos como la transformación económica (desprivatización de la estructura de propiedad y construcción de un nuevo modelo con mayor peso de la propiedad pública) y la desconcentración del poder político (transferencia progresiva del poder hacia el nivel local: las Comunas).
Por Luismi Uharte para GARA y Kaosenlared.net
De cualquier manera, es innegable que no sólo éstos, sino cualquier proceso electoral que se ha celebrado en Venezuela desde 1998, termina siendo ciertamente «decisivo» para la marcha de un proceso de cambio que desde un principio ha aceptado el sistema electoral convencional de las democracias liberales, y donde la polarización política siempre ha sido notablemente alta.
Por otro lado, estas elecciones «decisivas» se van a llevar a cabo en un contexto «crítico», sustancialmente diferente a la etapa de «luna de miel» que se disfrutaba en 2005, cuando se eligió a la última Asamblea Nacional. En aquel momento, tras la derrota contundente que sufrió la oposición tras el referéndum revocatorio de agosto de 2004, la Revolución Bolivariana estaba en su fase ascendente y de ampliación de su hegemonía, con la expansión de las misiones sociales y el salto cualitativo en el plano ideológico, con el rescate teórico del socialismo por parte del presidente Chávez.
Cinco años después, la coyuntura es sumamente más compleja, con un chavismo que ha perdido grados de hegemonía y que acoge en su seno proyectos ideológicos en guerra abierta por el control del aparato político y, una oposición que no ha crecido más, por su sempiterna mediocridad y su incapacidad estructural de acumulación de fuerzas.
La eficacia y eficiencia de la gestión gubernamental es una variable decisiva en materia electoral, y mucho más para ejecutivos que llevan un largo tiempo dirigiendo la Administración Pública, como ocurre en el caso venezolano. Por eso, resulta trascendental realizar un balance de los puntos críticos de los últimos meses, que serían el servicio eléctrico y de aguas, la inflación y la inseguridad.
Tras 12 años de «revolución», voces críticas con el proceso han calificado como «inaceptables» los graves problemas de suministro de agua y electricidad que se han padecido en todo el territorio nacional, incluidas las grandes urbes del país.
Sin duda, la intermitencia en la provisión de servicios básicos tan importantes como el agua y la electricidad se ha debido a la combinación de una serie de factores que trascienden la mera responsabilidad gubernamental: deterioro, abandono y desinversión durante los años ochenta y noventa, por parte de las administraciones neoliberales; «responsabilidad medioambiental» por las consecuencias de la fuerte sequía; ineficiencia y falta de previsión del actual Ejecutivo; estructura centralizada del sistema hidroeléctrico (un solo embalse, el del Guri, suministraba el 70% del consumo eléctrico de todo el país); y denuncias de sabotajes.
Días sin agua corriente y apagones de largas horas en las ciudades más pobladas han servido de caldo de cultivo para el uso, por parte de la derecha, de lemas del tipo: «estamos como en Cuba». Más allá de la demagogia de los sectores conservadores, la situación llegó a niveles inadmisibles, en un país con el perfil petrolero y el potencial económico de Venezuela. Sin embargo, en la segunda mitad de este año se ha producido una mejora en el suministro, gracias a la fuerte inversión -más de dos mil millones de dólares sólo en Caracas- y a la diversificación de embalses y centrales hidroeléctricas.
Paralelamente, la inseguridad y la inflación continúan siendo un quebradero de cabeza para el ejecutivo de Chávez. El primero, sigue ocupando el primer puesto, con muchísima diferencia respecto al resto de problemas, en el ranking de preocupaciones de la ciudadanía. La inflación, por su parte, persiste cabalgando a un ritmo interanual del 30%, con un fuerte impacto en la capacidad de consumo de alimentos, a pesar del efecto de contención que sigue teniendo la Misión Mercal y sucedáneos.
Uno de los factores que mayor incertidumbre genera en el sistema electoral venezolano es la pérdida progresiva de credibilidad de prácticamente todas las empresas encuestadoras. Incluso las más respetables se equivocaron en los dos últimos procesos electorales, por lo que la fiabilidad de los datos de cara a estos comicios es muy relativa.
Según datos de la consultora «GIS-XXI» -actualmente una de las más rigurosas-, la alianza entre el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y el Partido Comunista de Venezuela (PCV), obtendría la victoria con un 53% de los sufragios, una diferencia no muy amplia respecto al conjunto de la oposición articulada en torno a la «Mesa Unitaria Democrática» (MUD).
Sin embargo, el actual sistema de distribución de escaños posibilitaría que el bloque chavista se acercara a los dos tercios de los curules, si logra triunfar en más de una decena de circuitos clave muy disputados y arrasa en sus feudos tradicionales (Amazonas, Cojedes, Delta Amacuro, Trujillo y Portuguesa).
Paradójicamente, la victoria de la alianza PSUV-PCV es bastante probable, no precisamente por los aciertos y virtudes de este bloque, sino fundamentalmente por los desaciertos y las disputas enconadas de una oposición que no ha logrado todavía articular un proyecto de país alternativo y sólido.
En estas elecciones «decisivas», lo que está en juego no es asunto de segundo orden, ya que está en disputa el control del aparato legislativo y la importancia de éste como institución clave para neutralizar o acompañar al Ejecutivo, en la materialización del Plan de Desarrollo Nacional Simón Bolívar. El Parlamento será un actor fundamental para el avance en ejes estratégicos como la transformación económica (desprivatización de la estructura de propiedad y construcción de un nuevo modelo con mayor peso de la propiedad pública) y la desconcentración del poder político (transferencia progresiva del poder hacia el nivel local: las Comunas).
Por Luismi Uharte para GARA y Kaosenlared.net
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