Más allá de las casi siempre estériles polémicas acerca de si hubo o no un cambio casi total de la población inmediatamente después de la conquista castellana, y de la poco útil discusión acerca del peso diferencial de las diversas tradiciones histórico-culturales en la actual identidad cultural de Andalucía, conviene destacar que, para esta, tan decisivos fueron los siglos de Al-Andalus (tanto por su significación propia como por impedir la instauración de unas estructuras y un régimen plenamente feudales, tal como se dio en el resto de Europa) como el milenio y medio previo de proceso civilizatorio, como los efectos de la castellanización y cristianización que no anula sino que se imbrica con todo lo anterior.
Al nuevo cambio político-religioso acompañó una modificación demográfica más amplia que la ocurrida en "invasiones" anteriores, aunque menos radical de la que muchos afirman. De cualquier modo, el resultado de la incorporación de gran parte de Andalucía al estado castellano-leonés a mitad del siglo XIII, y 250 años más tarde del reino nazarí de Granada (en el que se dio un nuevo y último resurgir de la civilización andalusí en un contexto político de permanente inestabilidad y de acoso por los cristianos del norte y los nuevos integristas del sur, ahora los benimerines), constituyendo sin duda una importante inflexión histórica en muchas dimensiones de la vida social, no supuso un shock cultural comparable al producido siglos antes en la casi totalidad del mundo mediterráneo por la irrupción de tribus nómadas germánicas y bereberes, o poco después por la expansión del Imperio Otomano en todo el Mediterráneo oriental.
No debe subestimarse la importancia, pese a los periodos recurrentes de guerra, de los siglos de fuerte y prestigiosa influencia de la alta cultura andalusí sobre los reinos cristiano-germánicos del norte peninsular, en especial sobre el castellano-leonés, lo que se refleja, por ejemplo, en el hecho de que varios monarcas castellanos se definieran como "reyes de las tres culturas" (la cristiana, la judía y la árabe) y se vistieran e incluso vivieran a muchos efectos, antes y después de la conquista, casi como monarcas andalusíes. Por eso Pedro I, cuando quiere construirse un gran palacio en Sevilla, no destruye el alcázar precedente, sino que llama a arquitectos y alarifes granadinos para ampliarlo y convertirlo en una especie de Alhambra sevillana. De aquí también que aunque se destruyan las mezquitas (con la excepción de la de Córdoba), se respeten sus minaretes, sólo parcialmente transformados o incluso sin transformación alguna, como torres cristianas, y en la construcción de iglesias (a excepción solamente de las catedrales o las promovidas directamente por las más altas jerarquías eclesiásticas del Estado) sólo se utilice de forma pura el estilo arquitectónico de los conquistadores (el estilo gótico) en la parte más sagrada de las mismas, el ábside sobre el altar principal, mientras que las técnicas constructivas, las cubiertas del resto del templo y los motivos ornamentales sean predominantemente de tradición andalusí. El mudéjar andaluz es, así, un arte mestizo, híbrido, ejemplo palpable de una difícil pero real fusión cultural, que se extendió a muchos otros aspectos de la vida y las costumbres, desde la gastronomía a la música, y desde el vocabulario a la ideología, aunque ello haya sido frecuentemente minusvalorado por quienes sólo prestan atención a las dimensiones político-militares y teológicas de las civlizaciones.
Una matización, sin embargo, es preciso hacer a este planteamiento respecto a los territorios andaluces que se incorporaron a Castilla en 1492, tras la conquista del Reino de Granada. Dos siglos y medio después de la incorporación de Jaén, Córdoba, Sevilla, Jerez y el resto de la Andalucía del Guadalquivir, la Castilla que rompe rápidamente con lo firmado en las capitulaciones granadinas no pretende ya ser el reino de las tres culturas, sino que es la que ese mismo año dicta la deportación en masa de los judíos del reino y está en los inicios de un proyecto claramente imperialista tanto respecto a los otros reinos peninsulares como para la expansión ultramarina y el reparto del mundo legalizado con la firma de Portugal y la bendición del Papa de Roma en el Tratado de Tordesillas.
Ello es lo que explica el nivel sin precedentes de intolerancia, integrismo religioso y represión político-cultural que sucedió a la conquista de la Andalucía penibética, alcanzando niveles de verdadero etnocidio. Destrucción de bibliotecas, prohibición de la lengua propia incluso en el ámbito familiar, conversiones forzadas, imposiciones económicas insufribles, política en fin de arrasamiento y opresión que dieron como resultado las sangrientas luchas étnicas conocidas como la Guerra de Granada, entre 1568 y 1571, con la posterior expulsión total de los moriscos supervivientes en 1610: una deportación generalizada a todos los reinos de la Corona (Aragón, Castilla y Navarra).
Será esta diferente forma de incorporación a Castilla de la Andalucía granadina respecto a la que se dio dos siglos y medio antes en el resto de la antigua Al-Andalus, la que explica algunas de las diferencias que todavía hoy existen entre comarcas de la Andalucía granadina y de la Andalucía del Guadalquivir y Sierra Morena en aspectos poblacionales, de uso de tierra, lingüísticas y, en general, culturales. El objetivo de los conquistadores fue distinto y se enmarcaba a finales del siglo XV en un proyecto que era ya imperial: por eso la opción fue la asimilación total de su cultura o su desaparición física.
Durante los últimos 250 años de la Edad Media europea (cuyas características generales son inaplicables al proceso histórico andaluz) Andalucía estuvo dividida en dos Estados y dos culturas, aunque la ósmosis entre ellas fuera mayor de lo que suele reconocerse, ya que ambas constituyeron verdaderas "culturas de frontera". Una vez integrados ambos territorios en el Estado castellano, el centro de gravedad de éste, hasta entonces fundamentalmente situado en la meseta norte, cambia sobre todo en términos económicos, no en lo político, hasta el punto de pivotar en gran medida sobre Sevilla. Si la capitalidad política de Castilla era Valladolid, más tarde y ya definitivamente Madrid, la capital económico-comercial fue durante más de dos siglos la Baja Andalucía, concretamente el eje Sevilla-Cádiz.
Sevilla se convierte, de hecho, en la capital administrativa del imperio colonial en América y en el centro económico más importante de Castilla. El monopolio del comercio, la salida y entrada anula de la flota de su puerto durante la etapa final del monopolio, a finales del siglo XVII, trasladado a Cádiz, con el cargamento de la plata, hace de Sevilla una de las ciudades más populosas, cosmpolitas y pluriétnicas de Europa. A la vez, el hecho de ser Sevilla centro comercial de primer orden dinamiza la agricultura de mercado, que ya antes predominaba en las fértiles campiñas del Guadalquivir: el aceite, el vino y otros productos salen por el puerto de Sevilla hacia los virreinatos americanos y también (sobre todo el vino) hacia el centro y norte europeo. Se consolida así, en las tierras más productivas de las campiñas andaluzas, y alrededor de producciones para el mercado tanto interior como exterior, unas relaciones sociales de producción que no dudamos en considerar como capitalista varios siglos antes que en otros lugares de la Península y de Europa.
La relación fundamental, en muchos casos casi única, entre grandes propietarios agrícolas y trabajadores, muchos de ellos en una situación de proletarización plena, es el salario. En el siglo XVI, en algunas zonas de Andalucía (especialmente del Valle del Guadalquivir y las campiñas) en presencia de una situación económico-social que es claramente moderna: las producciones van dirigidas, en su práctica totalidad, al mercado, sin que el autoconsumo o la forma de producción campesina, aunque exista, tenga un peso fundamental; la tierra funciona como capital y los beneficios que de ella se obtienen se reinvierten, en gran parte, en la adquisición de otras nuevas, con lo que se refuerza la tendencia a la concentración de la propiedad; la plusvalía se extrae a los trabajadores, principalmente mediante el salario; existe un creciente proceso de proletarización (que culminaría en el siglo XIX como resultado de las desamortizaciones de los bienes comunales y propios); y se asiste a una también creciente polarización social entre propietarios y obreros-agrícolas sin tierras o con una muy pequeña cantidad de ésta.
Las anteriores características, que claramente dibujan un contexto de economía capitalista de mercado, al menos incipiente, no se contradicen en el hecho, también cierto, de que los grandes propietarios agrícolas, en su mentalidad, pautas de vida y consumo, aspiraciones y, en muchos casos, también títulos, sean nobles aristócratas, la mayoría de ellos procedentes de Castilla, beneficiados por los repartimientos y por las compras posteriores de más tierras a medianos y pequeños propietarios. La inadecuada creencia de que los modos de producción han de tener una correspondencia automática en los modos de pensamiento, y de que todo capitalismo ha de responder al modelo del capitalismo industrial, están en la base de multitud de mixtificaciones e interpretaciones erróneas del caso andaluz, como la que afirmaba la presunta existencia de una "situación feudal o semifeudal" en Andalucía hasta tiempos recientes.
Así pues, durante la Edad Moderna existe en buena parte de Andalucía, especialmente en la Baja Andalucía, una economía de mercado en expansión, de tipo moderno, de base agrícola, que es la más dinámica del Estado castellano, y en base a ella se da un cosmopolitismo que produjo importantes movimientos y creaciones de tipo artístico y literario. Esta situación, sin embargo, no afecta a la totalidad del país: en muchas comarcas serranas y de la antigua Andalucía granadina la situación es muy distinta y permanecen formas predominantemente del territorio yo el sistema social andaluz.
Mapa de la progresiva conquista castellana de Granada |
Al nuevo cambio político-religioso acompañó una modificación demográfica más amplia que la ocurrida en "invasiones" anteriores, aunque menos radical de la que muchos afirman. De cualquier modo, el resultado de la incorporación de gran parte de Andalucía al estado castellano-leonés a mitad del siglo XIII, y 250 años más tarde del reino nazarí de Granada (en el que se dio un nuevo y último resurgir de la civilización andalusí en un contexto político de permanente inestabilidad y de acoso por los cristianos del norte y los nuevos integristas del sur, ahora los benimerines), constituyendo sin duda una importante inflexión histórica en muchas dimensiones de la vida social, no supuso un shock cultural comparable al producido siglos antes en la casi totalidad del mundo mediterráneo por la irrupción de tribus nómadas germánicas y bereberes, o poco después por la expansión del Imperio Otomano en todo el Mediterráneo oriental.
No debe subestimarse la importancia, pese a los periodos recurrentes de guerra, de los siglos de fuerte y prestigiosa influencia de la alta cultura andalusí sobre los reinos cristiano-germánicos del norte peninsular, en especial sobre el castellano-leonés, lo que se refleja, por ejemplo, en el hecho de que varios monarcas castellanos se definieran como "reyes de las tres culturas" (la cristiana, la judía y la árabe) y se vistieran e incluso vivieran a muchos efectos, antes y después de la conquista, casi como monarcas andalusíes. Por eso Pedro I, cuando quiere construirse un gran palacio en Sevilla, no destruye el alcázar precedente, sino que llama a arquitectos y alarifes granadinos para ampliarlo y convertirlo en una especie de Alhambra sevillana. De aquí también que aunque se destruyan las mezquitas (con la excepción de la de Córdoba), se respeten sus minaretes, sólo parcialmente transformados o incluso sin transformación alguna, como torres cristianas, y en la construcción de iglesias (a excepción solamente de las catedrales o las promovidas directamente por las más altas jerarquías eclesiásticas del Estado) sólo se utilice de forma pura el estilo arquitectónico de los conquistadores (el estilo gótico) en la parte más sagrada de las mismas, el ábside sobre el altar principal, mientras que las técnicas constructivas, las cubiertas del resto del templo y los motivos ornamentales sean predominantemente de tradición andalusí. El mudéjar andaluz es, así, un arte mestizo, híbrido, ejemplo palpable de una difícil pero real fusión cultural, que se extendió a muchos otros aspectos de la vida y las costumbres, desde la gastronomía a la música, y desde el vocabulario a la ideología, aunque ello haya sido frecuentemente minusvalorado por quienes sólo prestan atención a las dimensiones político-militares y teológicas de las civlizaciones.
Una matización, sin embargo, es preciso hacer a este planteamiento respecto a los territorios andaluces que se incorporaron a Castilla en 1492, tras la conquista del Reino de Granada. Dos siglos y medio después de la incorporación de Jaén, Córdoba, Sevilla, Jerez y el resto de la Andalucía del Guadalquivir, la Castilla que rompe rápidamente con lo firmado en las capitulaciones granadinas no pretende ya ser el reino de las tres culturas, sino que es la que ese mismo año dicta la deportación en masa de los judíos del reino y está en los inicios de un proyecto claramente imperialista tanto respecto a los otros reinos peninsulares como para la expansión ultramarina y el reparto del mundo legalizado con la firma de Portugal y la bendición del Papa de Roma en el Tratado de Tordesillas.
Ello es lo que explica el nivel sin precedentes de intolerancia, integrismo religioso y represión político-cultural que sucedió a la conquista de la Andalucía penibética, alcanzando niveles de verdadero etnocidio. Destrucción de bibliotecas, prohibición de la lengua propia incluso en el ámbito familiar, conversiones forzadas, imposiciones económicas insufribles, política en fin de arrasamiento y opresión que dieron como resultado las sangrientas luchas étnicas conocidas como la Guerra de Granada, entre 1568 y 1571, con la posterior expulsión total de los moriscos supervivientes en 1610: una deportación generalizada a todos los reinos de la Corona (Aragón, Castilla y Navarra).
Será esta diferente forma de incorporación a Castilla de la Andalucía granadina respecto a la que se dio dos siglos y medio antes en el resto de la antigua Al-Andalus, la que explica algunas de las diferencias que todavía hoy existen entre comarcas de la Andalucía granadina y de la Andalucía del Guadalquivir y Sierra Morena en aspectos poblacionales, de uso de tierra, lingüísticas y, en general, culturales. El objetivo de los conquistadores fue distinto y se enmarcaba a finales del siglo XV en un proyecto que era ya imperial: por eso la opción fue la asimilación total de su cultura o su desaparición física.
Estandarte de las tropas de la Corona de Castilla |
Durante los últimos 250 años de la Edad Media europea (cuyas características generales son inaplicables al proceso histórico andaluz) Andalucía estuvo dividida en dos Estados y dos culturas, aunque la ósmosis entre ellas fuera mayor de lo que suele reconocerse, ya que ambas constituyeron verdaderas "culturas de frontera". Una vez integrados ambos territorios en el Estado castellano, el centro de gravedad de éste, hasta entonces fundamentalmente situado en la meseta norte, cambia sobre todo en términos económicos, no en lo político, hasta el punto de pivotar en gran medida sobre Sevilla. Si la capitalidad política de Castilla era Valladolid, más tarde y ya definitivamente Madrid, la capital económico-comercial fue durante más de dos siglos la Baja Andalucía, concretamente el eje Sevilla-Cádiz.
Sevilla se convierte, de hecho, en la capital administrativa del imperio colonial en América y en el centro económico más importante de Castilla. El monopolio del comercio, la salida y entrada anula de la flota de su puerto durante la etapa final del monopolio, a finales del siglo XVII, trasladado a Cádiz, con el cargamento de la plata, hace de Sevilla una de las ciudades más populosas, cosmpolitas y pluriétnicas de Europa. A la vez, el hecho de ser Sevilla centro comercial de primer orden dinamiza la agricultura de mercado, que ya antes predominaba en las fértiles campiñas del Guadalquivir: el aceite, el vino y otros productos salen por el puerto de Sevilla hacia los virreinatos americanos y también (sobre todo el vino) hacia el centro y norte europeo. Se consolida así, en las tierras más productivas de las campiñas andaluzas, y alrededor de producciones para el mercado tanto interior como exterior, unas relaciones sociales de producción que no dudamos en considerar como capitalista varios siglos antes que en otros lugares de la Península y de Europa.
La relación fundamental, en muchos casos casi única, entre grandes propietarios agrícolas y trabajadores, muchos de ellos en una situación de proletarización plena, es el salario. En el siglo XVI, en algunas zonas de Andalucía (especialmente del Valle del Guadalquivir y las campiñas) en presencia de una situación económico-social que es claramente moderna: las producciones van dirigidas, en su práctica totalidad, al mercado, sin que el autoconsumo o la forma de producción campesina, aunque exista, tenga un peso fundamental; la tierra funciona como capital y los beneficios que de ella se obtienen se reinvierten, en gran parte, en la adquisición de otras nuevas, con lo que se refuerza la tendencia a la concentración de la propiedad; la plusvalía se extrae a los trabajadores, principalmente mediante el salario; existe un creciente proceso de proletarización (que culminaría en el siglo XIX como resultado de las desamortizaciones de los bienes comunales y propios); y se asiste a una también creciente polarización social entre propietarios y obreros-agrícolas sin tierras o con una muy pequeña cantidad de ésta.
Las anteriores características, que claramente dibujan un contexto de economía capitalista de mercado, al menos incipiente, no se contradicen en el hecho, también cierto, de que los grandes propietarios agrícolas, en su mentalidad, pautas de vida y consumo, aspiraciones y, en muchos casos, también títulos, sean nobles aristócratas, la mayoría de ellos procedentes de Castilla, beneficiados por los repartimientos y por las compras posteriores de más tierras a medianos y pequeños propietarios. La inadecuada creencia de que los modos de producción han de tener una correspondencia automática en los modos de pensamiento, y de que todo capitalismo ha de responder al modelo del capitalismo industrial, están en la base de multitud de mixtificaciones e interpretaciones erróneas del caso andaluz, como la que afirmaba la presunta existencia de una "situación feudal o semifeudal" en Andalucía hasta tiempos recientes.
Así pues, durante la Edad Moderna existe en buena parte de Andalucía, especialmente en la Baja Andalucía, una economía de mercado en expansión, de tipo moderno, de base agrícola, que es la más dinámica del Estado castellano, y en base a ella se da un cosmopolitismo que produjo importantes movimientos y creaciones de tipo artístico y literario. Esta situación, sin embargo, no afecta a la totalidad del país: en muchas comarcas serranas y de la antigua Andalucía granadina la situación es muy distinta y permanecen formas predominantemente del territorio yo el sistema social andaluz.
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